*Copyright Clarín y Le Monde, 1999. Traducción de Elisa Carnelli. Tomado de aquí.
¿Es
posible todavía, y será posible por mucho tiempo, hablar de producciones
culturales y de cultura? A los que hacen el nuevo mundo de la
comunicación, y que son hechos por él, les gusta referirse al problema
de la velocidad, los flujos de información y las transacciones que se
vuelven cada vez más rápidos, y sin duda tienen razón en parte cuando
piensan en la circulación de la información y la rotación de los
productos. Dicho esto, la lógica de la velocidad y la del lucro que se
reúnen en la búsqueda de la máxima ganancia en el corto plazo (con el
rating en el caso de la televisión, el éxito de venta en el del libro
-y, muy evidentemente, el diario-, el número de entradas vendidas en el
de la película) me parecen incompatibles con la idea de cultura.
Cuando, como decía Ernst Gombrich, se destruyen las condiciones
ecológicas del arte, el arte y la cultura no tardan en morir.Como
prueba, podría limitarme a mencionar lo ocurrido con el cine italiano,
que fue uno de los mejores del mundo y que sólo sobrevivía a través de
un pequeño puñado de cineastas, o con el cine alemán, o con el cine de
Europa oriental. O la crisis que sufrió en todas partes el cine de
autor, por falta de circuitos de difusión. Sin hablar de la censura que
pueden imponer los distribuidores a determinados filmes -el más conocido
es el de Pierre Carles-. O también el destino de alguna cadena
radiocultural, hoy en liquidación en nombre de la modernidad, el rating y
las connivencias mediáticas. ¿Arte o mercancía?Pero no se puede
comprender realmente lo que significa la reducción de la cultura al
estado de producto comercial si no se recuerda cómo se constituyeron los
universos de producción de las obras que consideramos como universales
en el campo de las artes plásticas, la literatura o el cine. Todas las
obras que se exponen en los museos, todos las películas que se conservan
en las cinematecas, son producto de universos sociales que se
constituyeron poco a poco independizándose de las leyes del mundo
ordinario y, en particular, de la lógica de la ganancia.Para que lo
entiendan mejor, he aquí un ejemplo: el pintor del Quattrocento -se sabe
por la lectura de los contratos- debía luchar contra quienes le
encargaban obras para que éstas dejaran de ser tratadas como un simple
producto, valuado según la superficie pintada y al precio de los colores
empleados; debió luchar para obtener el derecho a la firma, es decir el
derecho a ser tratado como autor, y también por eso que, desde fecha
bastante reciente, se llaman derechos de autor (Beethoven todavía
luchaba por este derecho); debió luchar por la rareza, la unicidad, la
calidad; debió luchar, con la colaboración de los críticos, los
biógrafos, los profesores de historia del arte, etcétera, para imponerse
como artista, como creador.Es todo esto lo que está amenazado hoy a
través de la reducción de la obra a un producto y una mercancía. Las
luchas actuales de los cineastas por el final cut y contra la pretensión
del productor de tener el derecho final sobre la obra, son el
equivalente exacto de las luchas del pintor del Quattrocento. Los
pintores necesitaron casi cinco siglos para conseguir el derecho de
elegir los colores empleados, la manera de emplearlos y finalmente el
derecho a elegir el tema, especialmente al hacerlo desaparecer con el
arte abstracto, para gran escándalo del burgués que encargaba la obra.
Del mismo modo, para tener un cine de autor se requiere un universo
social, pequeñas salas y cinematecas que proyecten los clásicos y
frecuentadas por los estudiantes, cineclubes animados por profesores de
filosofía, cinéfilos formados en la frecuentación de dichas salas,
críticos sagaces que escriban en los Cahiers du cinéma, cineastas que
hayan aprendido su oficio viendo películas de las cuales pudieran hablar
en estos Cahiers; en pocas palabras, todo un medio social en el cual
determinado cine tiene valor, es reconocido.Son estos universos sociales
los que hoy están amenazados por la irrupción del cine comercial y la
dominación de los grandes difusores, con los cuales deben contar los
productores, excepto cuando ellos mismos son difusores: resultado de una
larga evolución, hoy han entrado en un proceso de involución. En ellos
se produce un retroceso: de la obra al producto, del autor al ingeniero o
al técnico que utiliza recursos técnicos, los famosos efectos
especiales, y estrellas, ambos sumamente costosos, para manipular o
satisfacer las pulsiones primarias del espectador (a menudo anticipadas
gracias a las investigaciones de otros técnicos, los especialistas en
marketing).Reintroducir el reino de lo comercial en universos que se han
constituido, poco a poco, contra él, es poner en peligro las obras más
nobles de la humanidad, el arte, la literatura e incluso la ciencia.No
creo que alguien pueda querer esto realmente. Recuerdo la célebre fórmula
platónica: Nadie es malvado voluntariamente. Si es cierto que las
fuerzas de la tecnología aliadas con las fuerzas de la economía, la ley
del lucro y la competencia, ponen en peligro la cultura, ¿qué hacer para
contrarrestar ese movimiento? ¿Qué se puede hacer para favorecer las
oportunidades de aquellos que sólo pueden existir en el largo plazo,
aquellos que, como los pintores impresionistas de antaño, trabajan para
un mercado póstumo?Buscar la máxima ganancia inmediata no es
necesariamente obedecer a la lógica del interés bien entendido, cuando
se trata de libros, películas o pinturas: identificar la búsqueda de la
máxima ganancia con la búsqueda del máximo público es exponerse a perder
el público actual sin conquistar otro, a perder el público
relativamente restringido de gente que lee mucho, frecuenta mucho los
museos, los teatros y los cines, sin ganar a cambio nuevos lectores o
espectadores ocasionales. Una inversión rentableSi se sabe que, al menos
en todos los países desarrollados, la duración de la escolarización
sigue creciendo, así como el nivel de instrucción medio, como crecen
también todas las prácticas estrechamente relacionadas con el nivel de
instrucción (frecuentación de los museos y los teatros, lectura,
etcétera), se puede pensar que una política de inversión económica en
los productores y los productos llamados de calidad, al menos en el
corto plazo, podría ser rentable, incluso económicamente (siempre que se
cuente con los servicios de un sistema educativo eficaz).De este modo,
la elección no es entre la mundialización -es decir la sumisión a las
leyes del comercio y, por lo tanto, al reino de lo comercial, que
siempre es lo contrario de lo que se entiende universalmente por
cultura- y la defensa de las culturas nacionales o de tal o cual forma
de nacionalismo o localismo cultural.Los productos kitsch de la
mundialización comercial, el jean o la Coca-Cola, la soap opera o el
filme comercial espectacular y con efectos especiales, o incluso la
world fiction, cuyos autores pueden ser italianos o ingleses, se oponen
en todos los sentidos a los productos de la internacional literaria,
artística y cinematográfica, cuyo centro está en todas partes y en
ninguna, aun cuando haya estado durante mucho tiempo y quizá todavía
esté en París, sede de una tradición nacional de internacionalismo
artístico, al mismo tiempo que en Londres y Nueva York. Así como Joyce,
Faulkner, Kafka, Beckett y Gombrowicz, productos puros de Irlanda,
Estados Unidos, Checoslovaquia y Polonia fueron hechos en París, igual
número de cineastas contemporáneos como Kaurismaki, Manuel de Oliveira,
Satyajit Ray, Kieslowski, Woody Allen, Kiarostami y tantos otros no
existirían como existen sin esta internacional literaria, artística y
cinematográfica cuya sede social está ubicada en París. Sin duda porque
es allí donde, por razones estrictamente históricas, se constituyó hace
mucho y ha logrado sobrevivir el microcosmos de productores, críticos y
receptores sagaces necesario para su supervivencia.Repito, hacen falta
muchos siglos para producir productores que produzcan para mercados
póstumos. Es plantear mal los problemas oponer, como a menudo se hace,
una mundialización y un mundialismo que supuestamente están del lado del
poder económico y comercial, y también del progreso y la modernidad, a
un nacionalismo apegado a formas arcaicas de conservación de la
soberanía. En realidad, se trata de una lucha entre un poder comercial
que intenta extender a todo el universo los intereses particulares del
comercio y de los que lo dominan y una resistencia cultural, basada en
la defensa de las obras universales producidas por la internacional
desnacionalizada de los creadores.Quiero terminar con una anécdota
histórica que también tiene que ver con la velocidad y que expresa
correctamente lo que debían ser, en mi opinión, las relaciones que
podría tener un arte liberado de las presiones del comercio con los
poderes temporales. Se cuenta que Miguel Angel mantenía tan poco las
formas protocolares en sus relaciones con el papa Julio II, quien le
encargaba sus obras, que éste se veía obligado a sentarse muy
rápidamente para evitar que Miguel Angel se sentara antes que él.En un
sentido, se podría decir que intenté perpetuar aquí, muy modestamente,
pero de manera fiel, la tradición, inaugurada por Miguel Angel, de
distancia con respecto a los poderes y muy especialmente a estos nuevos
poderes que son las fuerzas conjugadas del dinero y los medios.
M
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